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Andes: Leyendas del cholito en los Andes mágicos 21-30

de Óscar Colchado Lucio

presentado por Michael Palomino (2012)

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21. Gato Tinyero - [el gato no quiere irse más]

[En la casa]

Bajé al tercer valle silbando un canto que decía:

En Ticapampa ¡cómo andarán!
las tres chinas ¡qué no dirán!
las tres juntas ¡qué no hablarán!
todas ellas ¡qué no dirán! (p.55)

Ese canto me daba risa y me hacía recordar a Floria, su hija de don Cosme. Cada que me oía cantar se ponía colorada, porque tres hermanas eran ellas, la una mayor, después Floria y la otra más menorcita. Ahora la pobre estaría extrañada que no iba a visitarla tantos días ya a su majada.

En esos pensamientos iba, viendo la neblina que se levantaba por todas partes haciendo borrosas las plantas. Una fina garúa empezaba a caer. Lo que más ansiaba era encontrar frutas o lo que fuera para echar algo a mi barriga. Entré en esa como humera que era la neblina y ahora avanzaba paso a paso cuidando de no caerme en algún abismo. Encontré una quebradita que bajaba trayendo agüita fresca aunque un poco helada. Sacando mi sombrero tomé hasta hartarme. Ya me levantaba sacudiéndolo, cuando oigo que algo viene, zumbando entre la niebla. Será algún animal diciendo, rápido me paré.

En eso lo veo que se viene girando de frente como a atropellarme, uno como disco de luz de colores y que de su centro asoma la cabeza de un feo gato montés, con sus ojos que botan chispas y que al mismo tiempo lo atraen a uno como imán.

--  ¡El gato tinyero! -- dije asustado conociéndolo recién.

En mi pueblo hablaban que era el arco iris de la garúa, llamado también tinya, que así rodando rodando, bajaba por las faldas de los cerros, tin tin tin... sonando, sembrando flores silvestres; pero cuando se topaba con alguna persona lo huaiqueaba, metiéndose en su barriga; y lo dejaba enfermo hasta morir hinchándose.

-- ¡Fuera, gato! ¡Fuera!

Arrojándole piedra y piedra intenté desviarlo. Pero no. Más feo se erizó el animal. Y vi que se venía de frente dentro del disco zumbante...Pisando altos y bajos, sin poder ni ver en esa humera, yo eché a correr hacia un costado hasta salir por fin a un claro; desde donde lo vi apenitas que de veras como una tinya de colores, rebotando se perdía por la hoyada, dejando regado a su paso seguramente hermosas azularias y amancaes... (p.56)


22. ¡ÁBRETE CANDELA! - [la llegada a la choza]

Sólo moras y nísperos, que comí hasta hartarme, hallé en el cuarto valle.

Sofocado por la cantidad de mosquitos que había y asustado de esas tarántulas peludas que abundaban, antes que me ganara la noche, ya que luna no había, traté de alcanzar los cerros del lado, en busca de alguna cueva. Un camino que se iba ladera ladera nomás, me hizo pensar que por ahí cerca habría alguna choza. (p.57)

Pero no vi nada, aparte de cerros y quebradas en toda esa travesía. Por fin, después de tanto andar encontré una grieta donde pude calzarme. El sueño poco a poco fue apagando el chirrido de los grillos y el rumor del valle... Sería a la medianoche o más quién sabe, cuando oí como si alguien hubiera gritado en mis oídos:

-- ¡Sóoo! ¡Burrooo! ¡Sóoo!...

Asustado me levanté a ver. Las estrellas alumbraban clarito. Arribita dos hombres estaban parados frente al cerro, con dos burros cargados.

-- ¡Ábrete, candela! -- le oí pronunciar a uno de ellos.

En seguida vi cómo la peña se abría y cómo los hombres ingresaban arreando los animales. Ahí nomás se cerró de nuevo, y otra cosa no vi. ¿Qué? ¿cómo?, diciendo fui a tocarlo. Pero la peña, peña nomás era. Entonces, para comprobar que no había soñado, dije:

-- ¡Ábrete, candela!

Y para mi asombro, la peña se abrió. Por pura curiosidad di un paso y otros pasos más al ver que era como un espacio abierto al otro lado. De veras, circulado de cerros, como amurallado, era ese lugar, según pude verlo al bandear. Sólo que apenas había pasado, la peña se cerró a mi tras. Sin ánimo de volverlo a ordenar que se abra, arrastrándome sobre la huaylla, decidí acercarme a la choza del frente, junto al cerro. (p.58)


23. LOS PISHTACOS Y EL CONDENADO

Adentro estaban los hombres, alumbrados por una vela. Acababan de bajar de los burros una carga medio rara, envuelta en ponchos y frazadas. Yo los aguaitaba desde detrás de la casa, esperanzado en que fueran buenos cristianos para presentarme. Pero cuando desenvolvieron el bulto y vi lo que era, se escarapeló mi cuerpo y mi estómago se revolvió de asco. (p.59)

Lo vi mejor cuando haciendo fuerza y embarrándose de grasa y sangre, lograron colgarlo, hacia abajo, sujeto a unos ganchos, igualito a una res, el cuerpo de un hombre sin cabeza, brazos ni piernas. Eran pishtacos. Temblando de miedo, retrocedí. Pero al voltear... ¡Psic!, se hizo mi cuerpo al descubrir un bulto negro paradito a mi tras.

-- Este... quién es... usted? -- tartamudié dándome cuenta que era un hombre que parecía flotar, porque sus pies no se asentaban en el suelo. Su cara tampoco se veía, bañada en sombras por el ala de su sombrero.

-- No me tengas miedo, no voy a hacerte daño -- habló con su lengua como de trapo, trabándose y destrabándose, gangoseando --; soy el alma de ese hombre que has visto colgado adentro...

¡A pucha!, no pude evitar que mi pelo se parara y mi cuerpo se estremeciera. Ni al supay [quechua: diablo] le tenía miedo yo como a las almas en pena. Pero conforme me hablaba iba yo serenándome.

-- Me dieron muerte en la cueva de Cushurbamba, mientras dormía. Yo volvía a mi pueblo luego de quince años de estar en la Costa trabajando en las haciendas cañeras...

-- Con plata estaría volviendo seguro...

-- Cierto, traía mis realitos y también cositas para mi familia.

Pero ahora ya nada de eso importa, sólo la salvación de mi alma es lo que busco...

El rumor de la conversación llegaría hasta los pishtacos seguro, por eso de un de repente los vimos salir agarrado a uno de ellos un tizón, alumbrándose con su brasa ardiendo, y al otro un alfanje, eso como machete curvo filudito con el que dicen que matan. Con ira se lanzó el condenado de frente a atacarlos. Los otros creerían seguro que era cualquier hombre, y lo esperaron. El del tizón dio un puyazo, mientras el otro alzaba su alfanje. Sólo cuando se dieron cuenta que ni el alfanje ni el tizón le hacían nada, abrieron los ojos igualito como las reses cuando las van a degollar, reconociéndolo seguro quién era. (p.60)

-- ¡Ahhh! -- gritaron cayendo de espaldas, abiertos los ojos, babeando.

-- Están muertos -- dijo después el condenado, parado junto a los cuerpos.

Cuando corrí a tocarlos, de veras, estaban fríos. (p.61)


24. HACIA CUSHURBAMBA

Después de abrir la peña con las palabras ya conocidas, el condenado y yo salimos al camino. Íbamos hacia Cushurbamba, yo montado en uno de los burros, él caminando en el aire, encimita del suelo. Me había suplicado volver a la cueva donde murió, a sacar la talega con plata que, antes de dormirse, por precaución, había enterrado y que los pishtacos no encontraron.

"Si alguien no saca ese dinero de allí, mi destino será seguir vagando (p.63)

sobre la tierra."

Apurada apurada subía esa cuesta la pobre alma, llevándome la delantera. Desesperada estaría por emprender su camino hacia las estrellas. ¿Habría criado en vida un perro negro? Seguro, cuándo no. Ese yana [quechua: negro] allko [quechua: perro] le ayudaría a cruzar el Koyllur Mayu, el río blanco del que hablaba mi mamita; de allí, por el camino de venado, llegaría a la Cruz de Catarpón, donde vería por fin a la Virgen maría, al Niño Manuelito y a taita Dios Wiracocha...

Así pensando iba yo, extrañando a la mamá killa [quechua: luna], la luna, que estaba ausente ahora, y en su reemplazo relumbraba más bien el warak koyllur, lucero o estrella del amanecer. (p.64)


25. EL DINERO

Resplandecía de felicidad el rostro de Jacinto Asto Huillcahuari -- que así dijo llamarse el alma -- cuando nos despedimos en el alto de una montaña. Yo llevaba entre mis manos una talega llena de monedas que contra mi voluntad la recibí. Me daba no sé qué cargar con un dinero que estaba manchado por la criminosidad. Estará maldito, pensaba de paso. Y no veía las horas de cómo nomás deshacerme. (p.65)

De buena gana lo hubiera tirado; pero y si por alguna desgracia caía yo en un abismo o algún animal me provocaba la muerte, no me condenaría acaso como jacinto Asto Huillcahuari? Dudaba. Quizá llevándolo a Ataura, su pueblo, en el valle del Mantaro, según me confió, podría yo entregarlo a sus familiares. ¿Pero dónde sería? ¿Hoy mismo tenía conocimiento yo dónde me hallaba?

Pensativo bajé nomás por el camino que me indicara, hacia otro valle que acortaría el camino a mi pueblo, lamentando que se hubiera escapado el burro mientras nos halláramos en la cueva. (p.66)


26. VIAJE AL QUINTO VALLE - [buscando su pueblo Rayán en la Cordillera Negra]

En ese nuevo valle, de clima templado, que me pareció como los otros abandonado, me encontré con un anciano todo rotosito que avanzaba del otro lado cargado su alforja.

-- Buenos días, taita -- le dije cuando nos topamos.
-- Buenos días, hijo -- respondió --, ¿de dónde vienes?
-- De muy lejos, papá: perdido estoy buscando mi pueblo.
-- ¿Cómo se llama tu pueblo?
-- Rayán, en plena Cordillera Negra, al pie de la laguna de Wiricha (p.67)

oído mentar?
-- Eso está lejos, muy lejos -- dijo moviendo su cabeza como lamentando --, de todas maneras estás siguiendo bien, hijo, por aquí se va, así medio al sesgo del camino del sol.

-- ¿Y vos, taita, a dónde bueno?
-- Yo estoy yendo, hijo, a castigar a un pueblo de pecadores.
-- ¿Pueblo de pecadores?...
-- Sí, pero es mejor que lo olvides -- diciendo asina abrió su alforjita, y me invitó lo que llevaba: pedacitos de charqui [quechua: carne] con cancha, que yo recibí agradecido. Antes que se pasara le ofrecí la talega con las monedas.

-- ¿Y esto? -- preguntó.

Le conté la historia. Y mis temores.

-- Siendo así, te recibo -- dijo --; pero a cambio de un consejo.
-- ¿Consejo?
-- Sí, si lo tienes en cuenta podrá serte útil.
-- ¿Cuál es el consejo, taita?
-- "No seas juzgavidas, nunca preguntes lo que no te importa."
-- Gracias, lo tendré presente.
-- Ahora sí ve, hijo, llegarás a tu tierra sólo cuando hayas salvado de la maldición a un pueblo que te espera...
-- ¿Cómo?
-- Anda nomás, ya me entenderás.

Estará loco, habla sólo de pecados, diciendo entre mí, traté más bien de alejarme. (p.68)


27. EL CONSEJO DEL ANCIANO

[Pasando paisajes]

Después de dejar atrás puro monte, avanzaba ahora por unas chacras abandonadas, de cercos caídos, secas las tierras, a pesar que por ahí cerca pasaba una quebradita con abundante agua. Los mangos y los paltos que orillaban los bordes estaban marchitos, podridos los frutos. Nadie vivirá por acá seguro diciendo, rápido rápido nomás me iba, mirando con preocupación el cielo negro, que anunciaba tormenta. En eso, detrás de unos eucaliptos, oí los ladridos de un perro. (p.69)

Me alegré: donde había perros había gente. Ojalá me dieran posadita para guarecerme un rato diciendo, hacia donde los ladridos seguían oyéndose me dirigí. Una casa -- hacienda apareció ante mi vista, llena de polvo y hojarasca. Un perro galgo saltaba tras la cerca, ladrando.

-- ¡Salomón! ¡Salomón! -- gritó una voz roncosa, de adentro.

Un hombre barbudo, a la vista un hacendado, salió a sujetarlo. Tenía sus ropas descuidadas, igual su barba y hasta su pelo largo más de la cuenta. Abrió el portón. Mirándome se quedó, respondiendo apenas mi saludo.

-- Ando perdido, señor -- le dije un poco receloso --, quisiera que me dé posadita, hasta que pase la mangada nomás.

-- Cómo no, hijo, pasa, pasa, adelante -- habló con agrado contra mi creencia que me negaría.

Después, molestándolo a su perro para que ya no ladrara, me condujo hacia adentro de su mansión. El descuido de la casa había sido afuera nomás; adentro, el patio y los corredores estaban limpios, todo bien aseadito.

-- Con hambre andarás, pobre criatura; ven a servirte algo -- diciendo me hizo entrar en su comedor, antes que pudiera responderle nada. Allí, sentadita sobre una silla, una muchacha buenamoza, jovencita nomás, miraba el suelo, triste, cuando entramos.

-- A ver, hija, sírvele algo al huésped; está con hambre.

Después de saludar a la muchacha, que me respondió moviendo su cabeza, recién pude decirle al hombre que no se molestara, que acababa de comer justamente, que un anciano que encontré más allá nomás me había invitado de su fiambre.

-- Vamos, hijo, no tengas recelo -- me dijo --, por acá no ha pasado nadie, ni lejos ni cerca; Salomón ya lo habría sentido, no se le escapa nada. ¿Ya ves cómo te olió a ti?

Por no contradecirle, me quedé callado, fijándome asombrado más bien, cómo esa muchacha, su hija del hombre, al levantarse y dirigirse a la cocina, arrastraba una larga y pesada cadena, asegurada a su tobillo con un grillete, mientras el otro extremo parecía estar enterrado en el piso del corredor. (p.70)

Y por qué pues la señorita se halla asina, señor?, iba a ganarme mi boca, cuando en eso, cómo nomás será, me acuerdo del consejo del anciano: "No seas juzgavidas, nunca preguntes lo que no te importa."

Teniendo presente eso, disimulé más bien, mirando a otro lado. Al ratito volvió la muchacha caminando con harta dificultad a servirme la comida. Para el hombre también sirvió. Yo los dos comimos en silencio, sintiendo la mirada de ella, como si estuviera con ganas de comer. En un cuartito junto a la troje, me dijo el hombre que descansara si deseaba, que él se iba con su perro a cazar perdices, antes que la lluvia asomara. Por la noche, comimos las perdices que había cazado, mientras oíamos la granizada sobre las tejas. La muchacha, como en el almuerzo, desde su asiento miraba solamente.

Esa noche, para acá y para allá me revolví en la cama sin poder dormir, ese hombre será pishtaco [quechua: degollador, traficante de grasa humana] quién sabe diciendo. En la madrugada todavía me venció el sueño. Hasta que amaneció felizmente. (p.71)


28. NOS HAS LIBRADO

El hombre me esperaba sentado en su patio cuando me levanté.

-- Pasa, hijo, hice preparar temprano el desayuno. Ven a servirte. Francamente ese hombre me causaba extrañeza. Después del desayuno, que nuevamente sólo los dos consumimos, dándoles las gracias a él y a su hija, me despedí. De buena voluntad se acomedió acompañarme hasta afuerita, seguido de su perro. (p.73)

Después sí, cuando me vio alejarme, rápido nomás se entró dejando el portón abierto como si algo le urgiera adentro. Medio neblinoso estaba la mañana. Ni un pájaro cruzaba el cielo. Rápido rápido empecé a alejarme, siguiendo las huellas ya borrosas de un camino viejo. Más arribita cuando me hallaba yo tirándole piedras a una lagartija que me había asustado, lo veo de un de repente asomarse al caballero a toda carrera, empuñado su sombrero, haciéndome seña que lo esperara.

Harta alegría vi en su rostro cuando ya llegaba a mi lado, como si alguna felicidad hubiera encontrado. Y de veras, eso era, porque sin pararse a hablarme siquiera, se lanzó a abrazarme, diciendo:

-- ¡Gracias, hijo, gracias!, gracias por librarnos de la desgracia...

Sin entenderle, yo me quedé calladito, esperando me explicara.

-- Nos has librado a mí y a mi hija -- dijo después, sin dejar de acezar por el cansancio -- de una maldad que pesaba sobre nosotros... ¿Maldad? Seguí sin entender. Ese ratito asomó la muchacha corriendo libre ahora, sin cadenas, junto con el perro que alborotaba a su lado ladrando. Ambos, padre e hija, se abrazaron en mi delante, llorando de felicidad. Después, separándose, la muchacha vino donde mí y llenó de besos mi cara...

-- Sí, hijo, nos has librado de una maldad -- volvió a hablar el hombre, dándose cuenta seguro que seguía yo como tonteado, sin entender --. Has logrado lo que nadie: que se rompan las cadenas que tenían aprisionadas a mi pobre hija, gracias a tu prudencia de no preguntar nada... Pero sentémonos sobre estas piedras, hijo, para contarte la historia desde un comienzo, mientras Brunilda goza de su libertad... Así diciendo se acomodó sobre una piedra plana y yo puse atención. (p.74)


29. LA BORRACHERA DEL SUPAY [diablo]

Un caballero elegante, joven, montado en un caballo jateado con oro y plata, visitaba la hacienda frecuentemente. Decía ser hacendado poderoso en tierras lejanas. Ellos le creían porque los regalos que hacía llegar no eran poca cosa. Entonces ellos eran: él, de nombre Rodrigo Egúsquiza, su mujer y Brunilda, su hija, que entonces tenía catorce años. (p.75)

De tanto en tanto, el hombre pidió la mano de la doncella. Don Rodrigo aceptó, pero la mamá dijo que mejor consultarían primero a la muchacha, que volviera. En cuanto se fue el hombre, secretamente nomás, sin que supiera su marido, la mujer fue a consultar a una bruja que era de su confianza. La bruja lo vio en la candela. "No, le dijo, no les conviene; no saben con quién se han metido: ese hombre es el supay, el demonio."

Asustada, la mujer alertó a su marido. Pero él no creía. De todas maneras quiso con vencerse. para eso le dio enseñanzas a su hija, cómo nomás debía hacer para cuando volviera. Y ocurrió que cuando llegó el caballero, el hacendado sacó licor para brindar entre todos. El hombre se negó en un principio diciendo que él no tomaba, que le hacía daño. Pero tantas fueron las exigencias que por fin aceptó. El primer trago fue con la novia, después con los suegros. Pero el licor que le sirvieron a él, era el que preparó la bruja. De ese modo, en un ratito el pretendiente estaba borracho.

Queriendo demostrar su poder, llegó a decir a la novia que le pidiera en ese momento lo que ella quisiera.

-- ¿Qué le pido, mamá? -- riendo consultó la muchacha.
-- Lo que sea, ¿no? -- se volvió la mamá a consultarle a su vez al supay.
-- Lo que sea -- respondió él, hipando.
-- A ver pues que se meta en esa botella -- dijo la mujer señalando una botella vacía de licor.

El hombre se quedó pensando un ratito; después, decidido, respondió:

-- Bueno, ¿por qué no? Ahora verán...

Y ante el asombro del resto, convirtiéndose en una mosca medio azulosa, entró. Reaccionando rápido, don Rodrigo Egúsquiza tapó la botella con un corcho, mientras su mujer la envolvía con un rosario. Adentro, el demonio, dejando de ser mosca, se transformó en un hombre chiquitito, que alzando sus bracitos, con voz delgadita, protestaba. Por indicaciones de la bruja, llevaron a enterrar la botella en un (p.76)

lugar donde dos caminos se cruzaban formando una cruz. El supay suplicaba, ofrecía volverse a sus dominios sin tomar venganza; pero no le hicieron caso. Pasaron varios meses y ese camino se volvió chúcaro. Se oían gritos, súplicas, amenazas, temblaba la tierra cuando alguien pisaba ese lugar. Sólo cuando la achiké pasó por ahí, pudo sacarlo. Reventando de cólera, el supay se presentó ante don Rodrigo Egúsquiza y cobró venganza.

A su mujer le dio muerte con sólo alzar un brazo, de donde salió algo como un rayo que la volvió cenizas. A él y a su hija les dijo que primero les haría padecer antes de matarles. Entonces al ver a la muchacha que sollozando le suplicaba que no les hiciera daño, le dijo:

"Por el gran amor que te tuve, haré caso de tus súplicas, dándoles una oportunidad de salvarse: sólo cuando alguien pase por acá sin preguntar nada de lo que viese, desaparecerá mi maldad. Para eso será necesario que te vean en el estado que vas a quedar."

Diciendo eso dio un salto con los pies hacia arriba, al tiempo que reventaba algo como un cuetón y desaparecía entre un olor que hacía arder la nariz. Cuando don Rodrigo Egúsquiza reparó a su alrededor, su hija estaba encadenada. Ninguna herramienta podía trozar  esa cadena. Afuera, los sembríos se secaban. (p.77)


30. LOS JUZGAVIDAS

Luego que acabó de contarme sus penas don Rodrigo Egúsquiza -- en tanto la muchacha caminaba, saltaba, corría por la pampita, jugando con su perro, sin convencerse todavía que estaba libre -- me llevó hacia un caserón abandonado, lejitos de la casa, donde me mostró los cadáveres de los juzgavidas. Tantos eran. Algunos medio fresco fresco todavía estaban. Acuchillados, ahorcados o baleados. (p.79)

-- Una ira terrible se apoderaba de mi cuando empezaban a preguntar. Perdía yo todo control. Los primeros en morir fueron mis sirvientes, luego mis peones, después todo el que llegaba... Asustado le escuché un buen rato. Y cuando le dije que ya quería irme, palmeando mis hombros, me dijo:

-- Quédate a vivir con nosotros, hijo, te daré la media parte de mi hacienda. Ahora que la maldición ha desaparecido, mis chacras volverán a producir. Traeré peones de otros lugares y, verás, esto se poblará de nuevo.

-- Gracias, don Rodrigo -- le dije --, le agradezco mucho; pero no puedo quedarme. me urge llegar a mi pueblo, donde me esperan mi mamita y mis hermanitos.

-- Podrías traerlos acá y vivir de lo mejor.
-- A ver les consultaré, taita, si se animan gustoso volveré -- le dije nomás por no ser malagradecido.
-- Bueno, hijo, cuando vuelvas ya sabes que aquí tienes tu casa y tus propiedades.
-- Gracias, caballero.

Llevando la alforjita con fiambre que la muchacha hizo llegar, empecé a alejarme, silbando, viendo el cielo limpio y una bandada de loros que volaban chillando hacia los árboles que, como un milagro, empezaban apenitas a reverdecer. Ese rato me acordé del anciano que me diera el consejo, y me arrepentí de haberlo tomado como loco. Hoy sí estaba seguro que no fue otro que el mismísimo taita Wiracocha que, compadeciéndose, se toparía a propósito conmigo para socorrerme seguro. Gracias, taita, diciéndole en mis adentros y buscando en el cielo su figura de cóndor, apuré el paso viendo que el solazo ya estaba alto. (p.80)

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