21. Gato Tinyero -
[el gato no quiere irse más]
[En la casa]
Bajé al tercer valle silbando un canto que decía:
En Ticapampa ¡cómo andarán!
las tres chinas ¡qué no dirán!
las tres juntas ¡qué no hablarán!
todas ellas ¡qué no dirán! (p.55)
Ese canto me daba risa y me hacía recordar a Floria, su hija
de don Cosme. Cada que me oía cantar se ponía colorada,
porque tres hermanas eran ellas, la una mayor, después
Floria y la otra más menorcita. Ahora la pobre estaría
extrañada que no iba a visitarla tantos días ya a su majada.
En esos pensamientos iba, viendo la neblina que se levantaba
por todas partes haciendo borrosas las plantas. Una fina
garúa empezaba a caer. Lo que más ansiaba era encontrar
frutas o lo que fuera para echar algo a mi barriga. Entré en
esa como humera que era la neblina y ahora avanzaba paso a
paso cuidando de no caerme en algún abismo. Encontré una
quebradita que bajaba trayendo agüita fresca aunque un poco
helada. Sacando mi sombrero tomé hasta hartarme. Ya me
levantaba sacudiéndolo, cuando oigo que algo viene, zumbando
entre la niebla. Será algún animal diciendo, rápido me paré.
En eso lo veo que se viene girando de frente como a
atropellarme, uno como disco de luz de colores y que de su
centro asoma la cabeza de un feo gato montés, con sus ojos
que botan chispas y que al mismo tiempo lo atraen a uno como
imán.
-- ¡El gato tinyero! -- dije asustado conociéndolo
recién.
En mi pueblo hablaban que era el arco iris de la garúa,
llamado también tinya, que así rodando rodando, bajaba por
las faldas de los cerros, tin tin tin... sonando, sembrando
flores silvestres; pero cuando se topaba con alguna persona
lo huaiqueaba, metiéndose en su barriga; y lo dejaba enfermo
hasta morir hinchándose.
-- ¡Fuera, gato! ¡Fuera!
Arrojándole piedra y piedra intenté desviarlo. Pero no. Más
feo se erizó el animal. Y vi que se venía de frente dentro
del disco zumbante...Pisando altos y bajos, sin poder ni ver
en esa humera, yo eché a correr hacia un costado hasta salir
por fin a un claro; desde donde lo vi apenitas que de veras
como una tinya de colores, rebotando se perdía por la
hoyada, dejando regado a su paso seguramente hermosas
azularias y amancaes... (p.56)
22. ¡ÁBRETE CANDELA! - [la llegada a la choza]
Sólo moras y nísperos, que comí hasta hartarme, hallé en el
cuarto valle.
Sofocado por la cantidad de mosquitos que había y asustado
de esas tarántulas peludas que abundaban, antes que me
ganara la noche, ya que luna no había, traté de alcanzar los
cerros del lado, en busca de alguna cueva. Un camino que se
iba ladera ladera nomás, me hizo pensar que por ahí cerca
habría alguna choza. (p.57)
Pero no vi nada, aparte de cerros y quebradas en toda esa
travesía. Por fin, después de tanto andar encontré una
grieta donde pude calzarme. El sueño poco a poco fue
apagando el chirrido de los grillos y el rumor del valle...
Sería a la medianoche o más quién sabe, cuando oí como si
alguien hubiera gritado en mis oídos:
-- ¡Sóoo! ¡Burrooo! ¡Sóoo!...
Asustado me levanté a ver. Las estrellas alumbraban clarito.
Arribita dos hombres estaban parados frente al cerro, con
dos burros cargados.
-- ¡Ábrete, candela! -- le oí pronunciar a uno de ellos.
En seguida vi cómo la peña se abría y cómo los hombres
ingresaban arreando los animales. Ahí nomás se cerró de
nuevo, y otra cosa no vi. ¿Qué? ¿cómo?, diciendo fui a
tocarlo. Pero la peña, peña nomás era. Entonces, para
comprobar que no había soñado, dije:
-- ¡Ábrete, candela!
Y para mi asombro, la peña se abrió. Por pura curiosidad di
un paso y otros pasos más al ver que era como un espacio
abierto al otro lado. De veras, circulado de cerros, como
amurallado, era ese lugar, según pude verlo al bandear. Sólo
que apenas había pasado, la peña se cerró a mi tras. Sin
ánimo de volverlo a ordenar que se abra, arrastrándome sobre
la huaylla, decidí acercarme a la choza del frente, junto al
cerro. (p.58)
23. LOS PISHTACOS Y EL CONDENADO
Adentro estaban los hombres, alumbrados por una vela.
Acababan de bajar de los burros una carga medio rara,
envuelta en ponchos y frazadas. Yo los aguaitaba desde
detrás de la casa, esperanzado en que fueran buenos
cristianos para presentarme. Pero cuando desenvolvieron el
bulto y vi lo que era, se escarapeló mi cuerpo y mi estómago
se revolvió de asco. (p.59)
Lo vi mejor cuando haciendo fuerza y embarrándose de grasa y
sangre, lograron colgarlo, hacia abajo, sujeto a unos
ganchos, igualito a una res, el cuerpo de un hombre sin
cabeza, brazos ni piernas. Eran pishtacos. Temblando de
miedo, retrocedí. Pero al voltear... ¡Psic!, se hizo mi
cuerpo al descubrir un bulto negro paradito a mi tras.
-- Este... quién es... usted? -- tartamudié dándome cuenta
que era un hombre que parecía flotar, porque sus pies no se
asentaban en el suelo. Su cara tampoco se veía, bañada en
sombras por el ala de su sombrero.
-- No me tengas miedo, no voy a hacerte daño -- habló con su
lengua como de trapo, trabándose y destrabándose,
gangoseando --; soy el alma de ese hombre que has visto
colgado adentro...
¡A pucha!, no pude evitar que mi pelo se parara y mi cuerpo
se estremeciera. Ni al supay [quechua: diablo] le tenía
miedo yo como a las almas en pena. Pero conforme me hablaba
iba yo serenándome.
-- Me dieron muerte en la cueva de Cushurbamba, mientras
dormía. Yo volvía a mi pueblo luego de quince años de estar
en la Costa trabajando en las haciendas cañeras...
-- Con plata estaría volviendo seguro...
-- Cierto, traía mis realitos y también cositas para mi
familia.
Pero ahora ya nada de eso importa, sólo la salvación de mi
alma es lo que busco...
El rumor de la conversación llegaría hasta los pishtacos
seguro, por eso de un de repente los vimos salir agarrado a
uno de ellos un tizón, alumbrándose con su brasa ardiendo, y
al otro un alfanje, eso como machete curvo filudito con el
que dicen que matan. Con ira se lanzó el condenado de frente
a atacarlos. Los otros creerían seguro que era cualquier
hombre, y lo esperaron. El del tizón dio un puyazo, mientras
el otro alzaba su alfanje. Sólo cuando se dieron cuenta que
ni el alfanje ni el tizón le hacían nada, abrieron los ojos
igualito como las reses cuando las van a degollar,
reconociéndolo seguro quién era. (p.60)
-- ¡Ahhh! -- gritaron cayendo de espaldas, abiertos los
ojos, babeando.
-- Están muertos -- dijo después el condenado, parado junto
a los cuerpos.
Cuando corrí a tocarlos, de veras, estaban fríos. (p.61)
24. HACIA CUSHURBAMBA
Después de abrir la peña con las palabras ya conocidas, el
condenado y yo salimos al camino. Íbamos hacia Cushurbamba,
yo montado en uno de los burros, él caminando en el aire,
encimita del suelo. Me había suplicado volver a la cueva
donde murió, a sacar la talega con plata que, antes de
dormirse, por precaución, había enterrado y que los
pishtacos no encontraron.
"Si alguien no saca ese dinero de allí, mi destino será
seguir vagando (p.63)
sobre la tierra."
Apurada apurada subía esa cuesta la pobre alma, llevándome
la delantera. Desesperada estaría por emprender su camino
hacia las estrellas. ¿Habría criado en vida un perro negro?
Seguro, cuándo no. Ese yana [quechua: negro] allko [quechua:
perro] le ayudaría a cruzar el Koyllur Mayu, el río blanco
del que hablaba mi mamita; de allí, por el camino de venado,
llegaría a la Cruz de Catarpón, donde vería por fin a la
Virgen maría, al Niño Manuelito y a taita Dios Wiracocha...
Así pensando iba yo, extrañando a la mamá killa [quechua:
luna], la luna, que estaba ausente ahora, y en su reemplazo
relumbraba más bien el warak koyllur, lucero o estrella del
amanecer. (p.64)
25. EL DINERO
Resplandecía de felicidad el rostro de Jacinto Asto
Huillcahuari -- que así dijo llamarse el alma -- cuando nos
despedimos en el alto de una montaña. Yo llevaba entre mis
manos una talega llena de monedas que contra mi voluntad la
recibí. Me daba no sé qué cargar con un dinero que estaba
manchado por la criminosidad. Estará maldito, pensaba de
paso. Y no veía las horas de cómo nomás deshacerme. (p.65)
De buena gana lo hubiera tirado; pero y si por alguna
desgracia caía yo en un abismo o algún animal me provocaba
la muerte, no me condenaría acaso como jacinto Asto
Huillcahuari? Dudaba. Quizá llevándolo a Ataura, su pueblo,
en el valle del Mantaro, según me confió, podría yo
entregarlo a sus familiares. ¿Pero dónde sería? ¿Hoy mismo
tenía conocimiento yo dónde me hallaba?
Pensativo bajé nomás por el camino que me indicara, hacia
otro valle que acortaría el camino a mi pueblo, lamentando
que se hubiera escapado el burro mientras nos halláramos en
la cueva. (p.66)
26. VIAJE AL QUINTO VALLE - [buscando su pueblo
Rayán en la Cordillera Negra]
En ese nuevo valle, de clima templado, que me pareció como
los otros abandonado, me encontré con un anciano todo
rotosito que avanzaba del otro lado cargado su alforja.
-- Buenos días, taita -- le dije cuando nos topamos.
-- Buenos días, hijo -- respondió --, ¿de dónde vienes?
-- De muy lejos, papá: perdido estoy buscando mi pueblo.
-- ¿Cómo se llama tu pueblo?
-- Rayán, en plena Cordillera Negra, al pie de la laguna de
Wiricha (p.67)
oído mentar?
-- Eso está lejos, muy lejos -- dijo moviendo su cabeza como
lamentando --, de todas maneras estás siguiendo bien, hijo,
por aquí se va, así medio al sesgo del camino del sol.
-- ¿Y vos, taita, a dónde bueno?
-- Yo estoy yendo, hijo, a castigar a un pueblo de
pecadores.
-- ¿Pueblo de pecadores?...
-- Sí, pero es mejor que lo olvides -- diciendo asina abrió
su alforjita, y me invitó lo que llevaba: pedacitos de
charqui [quechua: carne] con cancha, que yo recibí
agradecido. Antes que se pasara le ofrecí la talega con las
monedas.
-- ¿Y esto? -- preguntó.
Le conté la historia. Y mis temores.
-- Siendo así, te recibo -- dijo --; pero a cambio de un
consejo.
-- ¿Consejo?
-- Sí, si lo tienes en cuenta podrá serte útil.
-- ¿Cuál es el consejo, taita?
-- "No seas juzgavidas, nunca preguntes lo que no te
importa."
-- Gracias, lo tendré presente.
-- Ahora sí ve, hijo, llegarás a tu tierra sólo cuando hayas
salvado de la maldición a un pueblo que te espera...
-- ¿Cómo?
-- Anda nomás, ya me entenderás.
Estará loco, habla sólo de pecados, diciendo entre mí, traté
más bien de alejarme. (p.68)
27. EL CONSEJO DEL ANCIANO
[Pasando paisajes]
Después de dejar atrás puro monte, avanzaba ahora por unas
chacras abandonadas, de cercos caídos, secas las tierras, a
pesar que por ahí cerca pasaba una quebradita con abundante
agua. Los mangos y los paltos que orillaban los bordes
estaban marchitos, podridos los frutos. Nadie vivirá por acá
seguro diciendo, rápido rápido nomás me iba, mirando con
preocupación el cielo negro, que anunciaba tormenta. En eso,
detrás de unos eucaliptos, oí los ladridos de un perro.
(p.69)
Me alegré: donde había perros había gente. Ojalá me dieran
posadita para guarecerme un rato diciendo, hacia donde los
ladridos seguían oyéndose me dirigí. Una casa -- hacienda
apareció ante mi vista, llena de polvo y hojarasca. Un perro
galgo saltaba tras la cerca, ladrando.
-- ¡Salomón! ¡Salomón! -- gritó una voz roncosa, de adentro.
Un hombre barbudo, a la vista un hacendado, salió a
sujetarlo. Tenía sus ropas descuidadas, igual su barba y
hasta su pelo largo más de la cuenta. Abrió el portón.
Mirándome se quedó, respondiendo apenas mi saludo.
-- Ando perdido, señor -- le dije un poco receloso --,
quisiera que me dé posadita, hasta que pase la mangada
nomás.
-- Cómo no, hijo, pasa, pasa, adelante -- habló con agrado
contra mi creencia que me negaría.
Después, molestándolo a su perro para que ya no ladrara, me
condujo hacia adentro de su mansión. El descuido de la casa
había sido afuera nomás; adentro, el patio y los corredores
estaban limpios, todo bien aseadito.
-- Con hambre andarás, pobre criatura; ven a servirte algo
-- diciendo me hizo entrar en su comedor, antes que pudiera
responderle nada. Allí, sentadita sobre una silla, una
muchacha buenamoza, jovencita nomás, miraba el suelo,
triste, cuando entramos.
-- A ver, hija, sírvele algo al huésped; está con hambre.
Después de saludar a la muchacha, que me respondió moviendo
su cabeza, recién pude decirle al hombre que no se
molestara, que acababa de comer justamente, que un anciano
que encontré más allá nomás me había invitado de su fiambre.
-- Vamos, hijo, no tengas recelo -- me dijo --, por acá no
ha pasado nadie, ni lejos ni cerca; Salomón ya lo habría
sentido, no se le escapa nada. ¿Ya ves cómo te olió a ti?
Por no contradecirle, me quedé callado, fijándome asombrado
más bien, cómo esa muchacha, su hija del hombre, al
levantarse y dirigirse a la cocina, arrastraba una larga y
pesada cadena, asegurada a su tobillo con un grillete,
mientras el otro extremo parecía estar enterrado en el piso
del corredor. (p.70)
Y por qué pues la señorita se halla asina, señor?, iba a
ganarme mi boca, cuando en eso, cómo nomás será, me acuerdo
del consejo del anciano: "No seas juzgavidas, nunca
preguntes lo que no te importa."
Teniendo presente eso, disimulé más bien, mirando a otro
lado. Al ratito volvió la muchacha caminando con harta
dificultad a servirme la comida. Para el hombre también
sirvió. Yo los dos comimos en silencio, sintiendo la mirada
de ella, como si estuviera con ganas de comer. En un
cuartito junto a la troje, me dijo el hombre que descansara
si deseaba, que él se iba con su perro a cazar perdices,
antes que la lluvia asomara. Por la noche, comimos las
perdices que había cazado, mientras oíamos la granizada
sobre las tejas. La muchacha, como en el almuerzo, desde su
asiento miraba solamente.
Esa noche, para acá y para allá me revolví en la cama sin
poder dormir, ese hombre será pishtaco [quechua: degollador,
traficante de grasa humana] quién sabe diciendo. En la
madrugada todavía me venció el sueño. Hasta que amaneció
felizmente. (p.71)
28. NOS HAS LIBRADO
El hombre me esperaba sentado en su patio cuando me levanté.
-- Pasa, hijo, hice preparar temprano el desayuno. Ven a
servirte. Francamente ese hombre me causaba extrañeza.
Después del desayuno, que nuevamente sólo los dos
consumimos, dándoles las gracias a él y a su hija, me
despedí. De buena voluntad se acomedió acompañarme hasta
afuerita, seguido de su perro. (p.73)
Después sí, cuando me vio alejarme, rápido nomás se entró
dejando el portón abierto como si algo le urgiera adentro.
Medio neblinoso estaba la mañana. Ni un pájaro cruzaba el
cielo. Rápido rápido empecé a alejarme, siguiendo las
huellas ya borrosas de un camino viejo. Más arribita cuando
me hallaba yo tirándole piedras a una lagartija que me había
asustado, lo veo de un de repente asomarse al caballero a
toda carrera, empuñado su sombrero, haciéndome seña que lo
esperara.
Harta alegría vi en su rostro cuando ya llegaba a mi lado,
como si alguna felicidad hubiera encontrado. Y de veras, eso
era, porque sin pararse a hablarme siquiera, se lanzó a
abrazarme, diciendo:
-- ¡Gracias, hijo, gracias!, gracias por librarnos de la
desgracia...
Sin entenderle, yo me quedé calladito, esperando me
explicara.
-- Nos has librado a mí y a mi hija -- dijo después, sin
dejar de acezar por el cansancio -- de una maldad que pesaba
sobre nosotros... ¿Maldad? Seguí sin entender. Ese ratito
asomó la muchacha corriendo libre ahora, sin cadenas, junto
con el perro que alborotaba a su lado ladrando. Ambos, padre
e hija, se abrazaron en mi delante, llorando de felicidad.
Después, separándose, la muchacha vino donde mí y llenó de
besos mi cara...
-- Sí, hijo, nos has librado de una maldad -- volvió a
hablar el hombre, dándose cuenta seguro que seguía yo como
tonteado, sin entender --. Has logrado lo que nadie: que se
rompan las cadenas que tenían aprisionadas a mi pobre hija,
gracias a tu prudencia de no preguntar nada... Pero
sentémonos sobre estas piedras, hijo, para contarte la
historia desde un comienzo, mientras Brunilda goza de su
libertad... Así diciendo se acomodó sobre una piedra plana y
yo puse atención. (p.74)
29. LA BORRACHERA DEL SUPAY [diablo]
Un caballero elegante, joven, montado en un caballo jateado
con oro y plata, visitaba la hacienda frecuentemente. Decía
ser hacendado poderoso en tierras lejanas. Ellos le creían
porque los regalos que hacía llegar no eran poca cosa.
Entonces ellos eran: él, de nombre Rodrigo Egúsquiza, su
mujer y Brunilda, su hija, que entonces tenía catorce años.
(p.75)
De tanto en tanto, el hombre pidió la mano de la doncella.
Don Rodrigo aceptó, pero la mamá dijo que mejor consultarían
primero a la muchacha, que volviera. En cuanto se fue el
hombre, secretamente nomás, sin que supiera su marido, la
mujer fue a consultar a una bruja que era de su confianza.
La bruja lo vio en la candela. "No, le dijo, no les
conviene; no saben con quién se han metido: ese hombre es el
supay, el demonio."
Asustada, la mujer alertó a su marido. Pero él no creía. De
todas maneras quiso con vencerse. para eso le dio enseñanzas
a su hija, cómo nomás debía hacer para cuando volviera. Y
ocurrió que cuando llegó el caballero, el hacendado sacó
licor para brindar entre todos. El hombre se negó en un
principio diciendo que él no tomaba, que le hacía daño. Pero
tantas fueron las exigencias que por fin aceptó. El primer
trago fue con la novia, después con los suegros. Pero el
licor que le sirvieron a él, era el que preparó la bruja. De
ese modo, en un ratito el pretendiente estaba borracho.
Queriendo demostrar su poder, llegó a decir a la novia que
le pidiera en ese momento lo que ella quisiera.
-- ¿Qué le pido, mamá? -- riendo consultó la muchacha.
-- Lo que sea, ¿no? -- se volvió la mamá a consultarle a su
vez al supay.
-- Lo que sea -- respondió él, hipando.
-- A ver pues que se meta en esa botella -- dijo la mujer
señalando una botella vacía de licor.
El hombre se quedó pensando un ratito; después, decidido,
respondió:
-- Bueno, ¿por qué no? Ahora verán...
Y ante el asombro del resto, convirtiéndose en una mosca
medio azulosa, entró. Reaccionando rápido, don Rodrigo
Egúsquiza tapó la botella con un corcho, mientras su mujer
la envolvía con un rosario. Adentro, el demonio, dejando de
ser mosca, se transformó en un hombre chiquitito, que
alzando sus bracitos, con voz delgadita, protestaba. Por
indicaciones de la bruja, llevaron a enterrar la botella en
un (p.76)
lugar donde dos caminos se cruzaban formando una cruz. El
supay suplicaba, ofrecía volverse a sus dominios sin tomar
venganza; pero no le hicieron caso. Pasaron varios meses y
ese camino se volvió chúcaro. Se oían gritos, súplicas,
amenazas, temblaba la tierra cuando alguien pisaba ese
lugar. Sólo cuando la achiké pasó por ahí, pudo sacarlo.
Reventando de cólera, el supay se presentó ante don Rodrigo
Egúsquiza y cobró venganza.
A su mujer le dio muerte con sólo alzar un brazo, de donde
salió algo como un rayo que la volvió cenizas. A él y a su
hija les dijo que primero les haría padecer antes de
matarles. Entonces al ver a la muchacha que sollozando le
suplicaba que no les hiciera daño, le dijo:
"Por el gran amor que te tuve, haré caso de tus súplicas,
dándoles una oportunidad de salvarse: sólo cuando alguien
pase por acá sin preguntar nada de lo que viese,
desaparecerá mi maldad. Para eso será necesario que te vean
en el estado que vas a quedar."
Diciendo eso dio un salto con los pies hacia arriba, al
tiempo que reventaba algo como un cuetón y desaparecía entre
un olor que hacía arder la nariz. Cuando don Rodrigo
Egúsquiza reparó a su alrededor, su hija estaba encadenada.
Ninguna herramienta podía trozar esa cadena. Afuera,
los sembríos se secaban. (p.77)
30. LOS JUZGAVIDAS
Luego que acabó de contarme sus penas don Rodrigo Egúsquiza
-- en tanto la muchacha caminaba, saltaba, corría por la
pampita, jugando con su perro, sin convencerse todavía que
estaba libre -- me llevó hacia un caserón abandonado,
lejitos de la casa, donde me mostró los cadáveres de los
juzgavidas. Tantos eran. Algunos medio fresco fresco todavía
estaban. Acuchillados, ahorcados o baleados. (p.79)
-- Una ira terrible se apoderaba de mi cuando empezaban a
preguntar. Perdía yo todo control. Los primeros en morir
fueron mis sirvientes, luego mis peones, después todo el que
llegaba... Asustado le escuché un buen rato. Y cuando le
dije que ya quería irme, palmeando mis hombros, me dijo:
-- Quédate a vivir con nosotros, hijo, te daré la media
parte de mi hacienda. Ahora que la maldición ha
desaparecido, mis chacras volverán a producir. Traeré peones
de otros lugares y, verás, esto se poblará de nuevo.
-- Gracias, don Rodrigo -- le dije --, le agradezco mucho;
pero no puedo quedarme. me urge llegar a mi pueblo, donde me
esperan mi mamita y mis hermanitos.
-- Podrías traerlos acá y vivir de lo mejor.
-- A ver les consultaré, taita, si se animan gustoso volveré
-- le dije nomás por no ser malagradecido.
-- Bueno, hijo, cuando vuelvas ya sabes que aquí tienes tu
casa y tus propiedades.
-- Gracias, caballero.
Llevando la alforjita con fiambre que la muchacha hizo
llegar, empecé a alejarme, silbando, viendo el cielo limpio
y una bandada de loros que volaban chillando hacia los
árboles que, como un milagro, empezaban apenitas a
reverdecer. Ese rato me acordé del anciano que me diera el
consejo, y me arrepentí de haberlo tomado como loco. Hoy sí
estaba seguro que no fue otro que el mismísimo taita
Wiracocha que, compadeciéndose, se toparía a propósito
conmigo para socorrerme seguro. Gracias, taita, diciéndole
en mis adentros y buscando en el cielo su figura de cóndor,
apuré el paso viendo que el solazo ya estaba alto. (p.80)